HIMNO A LA CARIDAD ***
San Pablo, 1 Corintios 13, 1-13
(1)Si
hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tuviera caridad,
sería como el bronce que resuena o címbalo que retiñe.
(2)Y
si tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la
ciencia, y si tuviera tanta fe como para trasladar montañas, pero no tuviera caridad
no sería de nada.
(3)Y
si repartiera todos los bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, pero
no tuviera caridad de nada me aprovecharía.
(4)La caridad es paciente, la caridad es benigna; no es envidiosa,
no obra con soberbia, no se jacta, (5) no es ambiciosa, no busca lo
suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, (6) no se alegra por la injusticia,
se complace con la verdad, (7) todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo
soporta.
(8)La caridad nunca acaba. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la
ciencia quedará anulada.
(9)Porque
ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta nuestra profecía.
(10)Pero
cuando venga lo perfecto desaparecerá lo imperfecto.
(11)Cuando
era niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Cuando he
llegado a ser hombre, me he desprendido de las cosas de niño.
(12)Porque
ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara.
Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido.
(13)Ahora
permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad.
*** Sagrada Biblia, Tomo VII, “Epístolas de San Pablo a los
Corintios”, 1º Edición 1984, EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA S.A., Pamplona
1984
Traducida y anotada por la Facultad de
Teología de La Universidad de Navarra
1-13.
El maravilloso himno a la caridad es una de las más bellas páginas de San
Pablo. Los recursos literarios de este capítulo van encaminados a presentar con
todo su esplendor la caridad. Bajo tres aspectos canta San Pablo la
trascendencia del amor: superioridad y necesidad absoluta de este don (vv.
1-3); características y manifestaciones concretas (vv. 4-7); permanencia eterna
de la caridad (vv. 8-13).
El amor, la caridad de la que habla
San Pablo, nada tiene que ver con el deseo egoísta de posesión sensible o
pasional; ni tampoco se limita a la mera filantropía, que nace de razones
humanitarias; se trata de un amor dentro del nuevo orden establecido por
Cristo, cuyo origen, contenido y fin son radicalmente nuevos: nace del amor de
Díos a los hombres, tan intenso que les entregó a su Hijo Unigénito (Ioh 3,16).
El cristiano puede corresponder por el don del Espíritu Santo (cfr Gal 5,22;
Rom 15,30), y, en virtud de ese amor divino, descubre en su prójimo al mismo
Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo:
«Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple
camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostramos a
nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar
-insisto- la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él
la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo» (Amigos de Dios, n.
230).
1-3. La
caridad es un don tan excelente, que sin ella los demás dones pierden su razón
de ser. Para mayor claridad San Pablo menciona los que parecen más
extraordinarios: el don de lenguas, la ciencia, los actos heroicos.
En
primer lugar, el don de lenguas. Santo Tomás comenta que el Apóstol «con razón
compara las palabras carentes de caridad al sonido de unos instrumentos sin
vida, al de la campana o los platillos que, aunque produzcan un sonido diáfano,
sin embargo, es un sonido muerto. Lo mismo ocurre con el discurso de un hombre
sin caridad; aunque sea brillante, es considerado como muerto porque no
aprovecha para merecer la vida eterna» (Comentario sobre 1 Coro ad
loc.). Hiperbólicamente menciona San Pablo la lengua de los ángeles como
supremo grado del don de lenguas.
«No
seria nada»: Es una conclusión tajante. Poco después (1 Cor 15,10) afirmará el
propio San Pablo «por la gracia de Dios soy lo que soy», dando a entender que
del amor de Dios al hombre (la gracia) nace el amor del hombre a Dios y al
prójimo por Dios (la caridad).
La
ciencia y la fe, que no tienen por qué ir separadas, también adquieren su pleno
sentido en el cristiano que vive por la caridad: «Cada uno, según sus propios
dones y funciones, debe caminar sin vacilación en el camino de la fe viva, que
engendra la esperanza y obra por la caridad» (Lumen gentium. n. 41).
Propiamente
el martirio es el supremo acto de amor. San Pablo habla como en los puntos
anteriores, de casos hipotéticos o gestos meramente externos, que aparentan
desprendimiento y generosidad, pero que son pura apariencia: «Quien no tiene
caridad -en palabras de San Agustín- aunque temporalmente tenga estos dones, se
le quitarán. Se le quitará lo que tiene, porque le falta lo principal: aquello
por lo que tendrá todas las cosas y él mismo no perecerá (...). Tiene la virtud
de poseer, pero no tiene la caridad en el obrar; luego como le falta esto, lo
que tiene le será quitado» (Enarrationes in Psalmos, 146,10).
4-7.
En la enumeración de las cualidades de la caridad, San Pablo, bajo la
inspiración del Espíritu Santo, comienza por señalar dos características
generales -paciencia y benignidad- que en la Biblia se atribuyen
fundamentalmente a Dios. Ambas introducen hasta trece manifestaciones concretas
de la caridad.
La
paciencia es una cualidad alabada frecuentemente en la Biblia: en los Salmos se
dice que Dios es paciente, lento a la ira (Ps 145,8): significa una serena
magnanimidad ante las injurias, la benignidad tiene el sentido de inclinación a
hacer el bien a todos.
Santo
Tomás la explica a partir de la etimología: «La benignidad es como 'buena
ignición' -bona igneitas-: así como el fuego hace que los elementos
sólidos se licuen y se derramen, la caridad hace que los bienes que tiene el
hombre no los retenga para si, sino que los difunda a los demás» (Comentario
sobre 1 Cor, ad loc.).
Al
atribuir a la caridad cualidades que son aplicables primordialmente a Dios,
aprendemos el valor de esta virtud y su excelencia: «La caridad con el prójimo
es una manifestación del amor a Dios.
Por
eso, al esforzamos por mejorar en esta virtud, no podemos fijarnos limite
alguno. Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque
jamás llegaremos a agradecer bastante lo que El ha hecho por nosotros; de otra,
porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin
cálculos, sin fronteras» (Amigos de Dios, n. 232).
«El amor es paciente -comenta San
Gregorio Magno- por- que lleva con ecuanimidad los males que le infligen. Es
benigno porque devuelve bienes por males.
No es envidioso porque como no apetece nada en este
mundo, no sabe lo que es envidiar las prosperidades terrenas.
'No obra con soberbia', porque anhela con ansiedad el
premio de la retribución interior y no se exalta por los bienes exteriores.
'No se jacta', porque sólo se dilata por el amor
de Dios y del prójimo e ignora cuanto se aparta de la rectitud.
'No es ambicioso', porque, mientras con todo ardor
anda solicito de sus propios asuntos internos, no sale fuera de si para desear
los bienes ajenos.
'No busca lo suyo', porque desprecia, como ajenas
cuantas cosas posee transitoriamente aquí abajo, ya que no reconoce como propio
más que lo permanente.
'No se irrita', y, aunque las injurias vengan a
provocarle, no se deja conmover por la venganza, ya que por pesados que sean
los trabajos de aquí, espera, para después, premios mayores.
'No toma en cuenta el
mal', porque ha
afincado su pensamiento en el amor de la pureza, y mientras que ha arrancado de
raíz todo odio, es incapaz de alimentar en su corazón ninguna aversión.
'No se alegra por la
injusticia', ya que
no alimenta hacia todos sino afecto y no disfruta con la ruina de sus
adversarios.
'Se complace con la
verdad', porque
amando a los demás como a si mismo, cuanto encuentra de bueno en ellos le
agrada como si se tratara de un aumento de su propio provecho» (Moralia, X,
7-8.10).
7.
La repetición de la palabra todo en estas últimas notas refuerza el
valor absoluto e insustituible de la caridad. No es una hipérbole ni menos una
utopía; es el conocimiento, que la Palabra de Dios confirma, de que el amor
está en el principio y en el fondo de toda virtud cristiana: «Si todos somos
hijos de Dios -recuerda el Fundador del Opus Dei-, la fraternidad ni se reduce
a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio: resalta como meta difícil, pero
real.
»Frente
a todos los cínicos, a los escépticos, a los desamorados, a los que han
convertido la propia cobardía en una mentalidad, los cristianos hemos de
demostrar que ese cariño es posible. Quizá existan muchas dificultades para
comportarse así, porque el hombre fue creado libre, y en su mano está
enfrentarse inútil y amargamente contra Dios: pero es posible y es real, porque
esa conducta nace necesariamente como consecuencia del amor de Dios y del amor
a Dios. Si tú y yo queremos, Jesucristo también quiere. Entonces entenderemos
con toda su hondura y con toda su fecundidad el dolor, el sacrificio y la
entrega desinteresada en la convivencia diaria» (Amigos de Dios, n.
233).
8-13. La caridad es perdurable, no desaparecerá jamás. En
este sentido es mayor que todos los demás dones de Dios: cada uno de ellos es
concedido en orden a que el hombre alcance la perfección y la bienaventuranza
definitiva; la caridad, en cambio es la misma bienaventuranza. Una cosa es
imperfecta, comenta Santo Tomás, por doble razón, o porque en si misma tiene
defectos o porque es superada en una etapa posterior. En este segundo sentido
el conocimiento de Dios en esta vida y la profecía son superados por la visión
cara a cara. «La caridad, en cambio, que es amor de Dios, no desaparece sino
que aumenta; cuanto más perfectamente se conoce a Dios, más perfectamente se le
ama» (Comentario sobre 1 Cor, ad loc.).
San Pablo repite constantemente el
consejo de adquirir la cari- dad, vinculo de perfección (Col 3,14), como meta
esencial del cristiano. Siguiendo su ejemplo los santos han reiterado la misma
doctrina; Santa Teresa se expresaba en estos términos: «Sólo quiero que estéis
advertidos que para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que
deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y asi lo que más
os despertare a amar, eso haced.
»Quizá
no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor
gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y
procurar en cuanto pudiéremos no le ofender y rogarle que vaya siempre adelante
la honra y gloria de su Hijo y el aumento de la Iglesia católica. Estas son las
señales del amor» (Moradas. IV, cap. 7).
11-12. «Entonces conoceré como soy conocido»: Según la forma
habitual de expresarse en la Biblia se evita repetir el nombre de Dios; el
sentido de esta frase es: «Entonces conoceré a Dios como Dios mismo me conoce».
El
conocimiento que Dios tiene de los hombres nO es meramente especulativo, sino
que lleva consigo una unión íntima y personal que abarca el entendimiento, la
voluntad y todas las aspiraciones nobles de la persona. Así, en la Sagrada
Escritura se dice que Dios conoce a un hombre cuando muestra por él una
especial predilección (1 Cor 8,3), sobre todo cuando lo ha elegido con vocación
cristiana (Gal 4,8).
La
felicidad en el Cielo consiste en ese conocimiento inmediato de Dios. Para
mejor entenderlo San Pablo pone el símil del espejo: antiguamente los espejos
se hacían de metal, y la imagen que ofrecían era borrosa y oscura. La
comparación de todas formas es igualmente comprensible para nosotros, teniendo
en cuenta que -como aclara Santo Tomás- en el Cielo «veremos a Dios cara a
cara, porque le veremos inmediatamente, tal como cara a cara vemos a un hombre.
»Y
por esta visión nos asemejamos en gran manera a Dios, haciéndonos partícipes de
su bienaventuranza: pues Dios comprende su propia sustancia en su esencia y en
eso consiste su felicidad. Por eso escribe San Juan (1 Ioh 3,2): Y cuando
aparezca.seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (Suma contra
los gentiles. 111, 51).
En
relación con este punto, enseña el Magisterio de la Iglesia que, «según la
común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que salieron de este
mundo (...) ven la divina esencia con visión intuitiva y también cara a cara,
sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino por
mostrárseles la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y
patentemente, y que viéndola asi gozan de la misma divina esencia y que, por
tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son
verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eterno» (Benedictus
Deus).
13.
La fe, la esperanza y la caridad son las
virtudes más importantes de la vida cristiana. Se las llama teologales, «porque tienen a Dios por objeto inmediato y principal»
(Catecismo Mayor, n. 859), y El mismo las infunde en el alma junto con
la gracia santificante (cfr [bid., n. 861).
La fe y la esperanza
no permanecen en el Cielo: la fe es sustituida por la visión beatifica, la
esperanza por la posesión de Dios. La
caridad, en cambio, perdurará eternamente.
Al
explicar la excelencia de la caridad sobre la fe y la esperanza, Santo Tomás
dice que entre las virtudes teologales será mejor la que una más directamente a
Dios: «La fe y
la esperanza unen a Dios en cuánto que de El nos vienen el conocimiento de la
verdad y la posesión del bien; la caridad, en cambio, nos une al mismo Dios
para reposar en El, no para que nos venga ninguna otra cosa de El» (Suma
Teológica. 11-11, q. 23, a. 6).